Las Palmas de Gran Canaria, 22 sep (EFE).- El 24 de septiembre de 2002, Vidal Martín salió «con lo puesto» de casa para atender a un cetáceo varado, sin saber que tardaría cuatro días en volver: la costa de Fuerteventura y Lanzarote estaba salpicada de zifios moribundos, mientras los barcos de cinco armadas de la OTAN seguían a lo suyo a solo unas pocas millas, en las maniobras «Neotapón».
Este sábado se cumplen dos décadas de un suceso que sobrecogió a la sociedad canaria, que presenciaba impotente cómo 14 cetáceos iban apareciendo aquel martes varados en lugares diferentes de las islas más próximas al continente africano, sobrepasando la capacidad de respuesta de los servicios de atención a este tipo de episodios.
Todos eran zifios (o ballenas picudas), un animal muy poco estudiado hasta entonces, porque es tan esquivo que pasa menos del 10 % de su vida en la superficie, apenas unos minutos entre inmersión e inmersión, pero que tiene poblaciones estables en Canarias, donde abundan las aguas profundas en las que se siente a gusto.
Aunque seis ejemplares fueron devueltos al mar con vida, antes de que acabara la semana el recuento de cadáveres se elevó a once: nueve zifios de Cuvier, uno de Blainville y uno de Gervais.
Una treintena de ballenas picudas habían muerto antes en tres varamientos masivos «atípicos» en Grecia, las Islas Bahamas y Madeira (Portugal) entre 1996 y 2000, siempre coincidiendo con maniobras navales, como en Canarias, así que hacía tiempo que ecologistas y científicos tenían claro que había alguna relación.
EL IMPACTO DEL SÓNAR
Existía hasta un sospechoso, el sónar antisubmarinos, al que incluso ya había señalado un estudio sobre lo ocurrido en 1996 en Grecia, cuyas conclusiones desdeñó la OTAN porque dejaba muchas preguntas en el aire; formulaba la hipótesis correcta, pero con pruebas endebles. Así que no fue hasta el varamiento de Fuerteventura y Lanzarote de 2002 cuando se pusieron las cimientos para que no volviera a ocurrir, gracias a una resolución del Parlamento Europeo, que solo España aplicó, y a la comprensión de la Armada Española.
«Me llamaron del Gobierno de Canarias para contarme que había varias ballenas muertas en el sur de Fuerteventura, con esta pregunta: ¿Puedes decirnos si las están matando los militares? Literal». El director del Instituto de Sanidad Animal (IUSA) de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, el catedrático de Veterinaria Antonio Fernández, recuerda para Efe aquella mañana.
En aquel momento, Fernández no estaba tan especializando en cetáceos y el IUSA acababa de constituirse en una facultad pequeña. En la actualidad, Fernández es una autoridad mundial en la materia y el IUSA, el centro de referencia para mamíferos marinos en el Atlántico de la Organización Internacional de Sanidad Animal.
Lo cambió todo la publicación en 2003 en «Nature» de este artículo por parte del equipo de Antonio Fernández y del grupo de Paul Jepson del Instituto de Zoología de Londres sobre lo ocurrido un año antes en Canarias: «Lesiones por burbujas de gas en cetáceos varados. ¿Fue el sónar responsable de una serie de muertes de ballenas después de un ejercicio militar en el Atlántico?»
En la guerra moderna, los submarinos representan una amenaza silenciosa, una pesadilla que puede colocar una plataforma enemiga de lanzamiento de misiles nucleares en tu costa. Es el escenario que tantas veces han descrito el cine y la literatura en obras como la novela «La caza del Octubre Rojo», de Tom Clancy. Por eso las armadas dedican ingentes cantidades de dinero en desarrollar sónares que los detecten más lejos, más abajo, antes y con más detalle, que consigan que no haya submarino invisible por más que se esconda.
SÍNDROME DE DESCOMPRESIÓN
Ese artículo y otros trabajos que le siguieron demostraron que el sónar de media frecuencia y alta intensidad que la OTAN había empleado en Canarias rompía los patrones de inmersión de los zifios, de forma que el que probablemente es el mejor buceador de la naturaleza moría por la enfermedad de descompresión.
El trabajo del IUSA dio un paso más sobre las sospechas que se habían apuntado en Grecia, demostró con una docena de necropsias cómo mataba el sónar a las ballenas picudas, pero faltaba una pieza más, la respuesta a quienes alegaban: ¿por qué solo murieron zifios y no también calderones, delfines u otro tipo de ballenas?
La clave, detalla Fernández, está en las características del sónar de media frecuencia, que se solapa con la frecuencia en la que emite el biosónar de las orcas y en la que también recibe las señales el sistema natural de orientación de los zifios. ¿Qué siente un zifio cuando recibe las ondas de un sónar antisubmarinos?: Piensa que está a punto de ser devorado por una orca, su gran depredador.
«Los zifios entran en pánico y rompen sus patrones de buceo», relata el director del IUSA, patrones que no solo están diseñados para cazar grandes calamares a más de mil metros de profundidad, sino para permanecer a salvo de las orcas, muy abajo. Y, en su huida alocada, los zifios mueren por la formación de burbujas de nitrógeno en sus tejidos. Sufren el síndrome de descompresión.
MORATORIA, SÍ, PERO SOLO EN CANARIAS
Solo España, y solo en Canarias, implementó en Europa la moratoria antisónar en las zonas habitadas por cetáceos. Antonio Fernández piensa que en ello tuvo mucho que ver la presión ciudadana y la buena disposición de la Armada Española. Lo mismo opina Vidal Martín, coautor del trabajo de «Nature» e histórico presidente de la Sociedad para el Estudio de los Cetáceos en el Archipiélago Canario.
«Les estamos muy agradecidos por ello», subraya Martín, que recuerda que desde 1985 hasta 2002 había habido en Canarias otros ocho varamientos masivos atípicos asociados a maniobras navales, por lo que hasta que llegó la moratoria, las poblaciones de zifios en las islas, de por sí no muy abundantes, se vieron muy castigadas.
Episodios como el del 24 de septiembre de 2002 en Lanzarote y Fuerteventura siguen sucediendo en otros lugares del mundo, en particular en el Mediterráneo. Antonio Fernández y Vidal Martín creen que si el ejemplo de Canarias no ha cundido, es por razones políticas y geoestratégicas, pero no por dudas científicas: desde que en 2004 se firmó la moratoria antisónar, en el archipiélago español no han vuelto a ocurrir más varamientos masivos y la mortalidad de los cetáceos ha descendido un 25 %.
José María Rodríguez