Dollow (Somalia), 26 feb (EFE).- En un cuaderno con tapas de cuero desgastadas toma apuntes Salad Abdi Ali de todas sus reuniones con organizaciones humanitarias que trabajan en el campo de desplazados donde vive, en el suroeste de Somalia, un lugar del que no cree que vaya a volver jamás.
«Como hablo inglés, fui elegido como jefe del campo. Pero es voluntario. Aunque a veces vendo leña, no tengo trabajo», explica a EFE este antiguo pastor nómada, protegido del tórrido sol en una de las cabañas circulares construidas con ramas y pedazos de telas de colores y lona con el logotipo de alguna ONG.
Ali, de 56 años, vive en el campo de Kaharey, uno de los asentamientos establecidos en los últimos años cerca de la ciudad de Dollow, en la región somalí de Gedo, que acoge a cerca de 14.000 personas, según las Naciones Unidas.
«Donde antes había dos campos en Dollow, ahora hay cinco, creados durante la última sequía. Los números de desplazados internos no paran de crecer», alerta a EFE Aisha Hummeida, jefa de emergencias en Somalia del Fondo de la ONU para la Infancia (Unicef), que proporciona ayuda sobre el terreno.
De hecho, el país alcanzó en febrero de 2023 los 3,8 millones de personas desplazadas, casi un cuarto de su población, y sólo en mayo superó el millón de nuevos desplazamientos ese año.
Sin un lugar al que volver
La prolongada y creciente crisis humanitaria en Somalia está marcada por una particularidad: quienes abandonan su hogar saben que no podrán volver.
«Nunca, nunca», dice Ali. Un «no» sin fisuras que se repite al preguntar a cualquier desplazado si planea regresar al lugar que un día dejó atrás, forzado por las dos principales causas de desplazamiento en Somalia: la crisis climática y el conflicto.
Ambos fenómenos golpearon duramente al pastor, originario del pueblo de Goofa, localidad a unos 75 kilómetros al norte de Dollow bajo el control del grupo yihadista Al Shabab, que domina gran parte del sur y el centro del país.
Como muchos otros, Ali no sólo perdió todo su ganado en las devastadoras sequías de los últimos años – 2011-2012, 2016-2017 y la peor en cuatro décadas, entre 2020 y 2023-, sino que los terroristas impedían también la entrada de ayuda humanitaria al pueblo y prohibieron la enseñanza del inglés.
«Por eso vine aquí, porque mis hijos no pueden vivir sin educación», asegura.
Aunque sus diez hijos acuden ahora a la escuela en Kaharey, Ali lamenta que el campo no cuenta con un hospital permanente ni suficiente agua o lavabos.
Carencias como estas afectan a los más de 2.400 campos de desplazados repartidos en todo el país, un 85 % de los cuales son asentamientos informales en tierras privadas, lo que provoca a menudo deshaucios y un nuevo movimiento de las familias.
El pastor, sin embargo, sigue convencido de que su futuro está aquí, entre las vallas de espino y los bidones de plástico amarillo del campo, y no en Goofa.
Desplazamiento prolongado
«Cinco estaciones lluviosas fallidas (como pasó en la última sequía) destruyen tu ganado, que es tu seguro, tu fuente de sustento, lo es todo. Tienes que buscar otro medio de vida, en las ciudades. Así que no hay nada a lo que volver», asevera a EFE Abdullahi Halakhe, de la organización Refugees International.
Según este experto keniano en derechos humanos, refugio y seguridad, la crisis climática y la persistencia del conflicto en el país están haciendo que «el desplazamiento sea más frecuente y más largo, hasta convertirse en semipermanente».
El pronóstico no es muy alentador: mientras se prevé que los fenómenos climáticos sean cada vez más extremos y comunes, una nueva ofensiva lanzada por el Gobierno somalí en agosto de 2022 contra Al Shabab sufrió retrocesos en los últimos meses de 2023.
Teniendo en cuenta que los fondos humanitarios suelen funcionar por «ciclos de un año» y que el débil Estado somalí «no tiene capacidad para proporcionar servicios públicos, como colegios, sanidad o infraestructuras» en gran parte del territorio, son necesarias nuevas soluciones, apunta Halakhe.
El experto propone, por ejemplo, construir infraestructuras más duraderas en los campos, ya que podrían acabar convirtiéndose en asentamientos más estables, mientras Hummeida, de Unicef -que cede tierras a los desplazados para favorecer su autonomía- pide «un cambio en los mecanismos de financiación».
En Kaharey, Salad Abdi Ali, que vio sus cultivos arrasados por las recientes inundaciones, sueña con un futuro esperanzador para sus hijos gracias a la difícil decisión de abandonar la tierra en la que creció: «quizás -dice- irán un día a la universidad».
Lucía Blanco Gracia