Andrés Sánchez Braun
Seúl, 29 jun (EFE).- Una exposición que honra en Seúl la participación de los 100.000 soldados mexicanos y mexicoestadounidenses en la Guerra de Corea (1950-1953) ha permitido a veteranos del conflicto compartir por primera vez unas vivencias hasta ahora prácticamente desconocidas para el público surcoreano.
«Había nieve por todos lados. Todo era blanco; una cosa horrible», explica a Efe Alberto Fernández Almada, de 92 años, sobre una batalla que le tocó librar durante la contraofensiva del comando de la ONU de principios de 1951.
Para muchos un paisaje así es sinónimo de belleza e incluso diversión; para él está asociado al espanto y al episodio en el que estuvo a punto de morir.
«La guerra te da un dolor perenne, constante, que no se te quita. Constantemente estás con miedo. Día y noche. De repente piensas ‘ojalá que pueda amanecer'», añade.
ANSIA DE AVENTURA
Como muchos de sus compañeros, Fernández Almada (nacido en Texas, pero criado en el estado de Sonora, desde donde retornó a EE.UU. para completar su educación) se plantó en los 18 años con ansías de aventura y ver mundo.
Alistarse en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos prometía todo eso, además de un salario y, para aquellos nacidos al sur del río Bravo, una excelente oportunidad de obtener la nacionalidad.
Fue el caso de Antonio Lozano, nacido mexicano, criado desde los 10 en el norte de California y voluntario a los 19 para ir a Corea, donde llegó en 1953 y permaneció tres años.
«Lo más fuerte que recuerdo es tanto sufrimiento del pueblo. Y el frío, que a veces era el peor enemigo», rememora hoy a sus 87 años.
Los mexicanos y mexicoestadounidenses concentraron más del 10 % de todas las bajas de EE.UU. en el conflicto y hasta ahora han sido los grandes olvidados de esta guerra.
Pero las tornas empezaron a cambiar en abril del año pasado, cuando se fundó la Asociación de Veteranos Mexicanos de la Guerra de Corea con José Villareal Villareal como presidente.
Villareal falleció apenas días después del nombramiento y su familia cree que lo hizo con la felicidad de haber visibilizado unas experiencias compiladas en su autobiografía «Memorias de un mexicano en Corea», donde contaba cómo las misiones más peligrosas se reservaban a soldados mexicanos y de origen hispano (se los trataba como «alimento para cañones», escribió).
Sus recuerdos, así como objetos personales donados por su familia, están en la exposición que estos días acoge el Memorial de la Guerra en Seúl y que incluye también el legado de otros ocho veteranos, cinco de ellos (Joaquín Armendáiz, César Augusto Borja, Óscar Martínez Salas, José Ruiz Sánchez y Óscar Ruesga Cadena) ya fallecidos.
HUÉRFANOS DE LA HISTORIA
La muestra es resultado de una investigación que la embajada de México en Corea del Sur inició en 2019, una labor de «reconocimiento y recuperación» que permite a los veteranos «dejar de ser huérfanos de la historia», explicó durante su inauguración el embajador Bruno Figueroa, cuyo trabajo ha sido clave.
Roberto Sierra, de 95 años, es ahora presidente de la asociación de veteranos y, al igual que Lozano y Fernández Almada, ha podido viajar hasta Seúl para inaugurar la exhibición en lo que para los tres ha supuesto su primer regreso a Corea desde el fin de la guerra.
Todos se muestran impresionados con la rápida transformación en potencia económica de un país que era todo cenizas cuando se marcharon hace más de seis décadas.
Sierra llegó a Corea el 27 julio de 1950, «en el momento más cruento», un mes después de que cayera Seúl por primera vez, y estuvo en combate hasta el 22 de diciembre de 1951 -recuerda las fechas de memoria- cuando no tuvo más remedio que retornar a EE.UU. por sufrir cuatro graves impactos en la pierna izquierda.
Fernández Almada estuvo también a punto de perder la vida en esa batalla librada en la nieve pero la Virgen de Guadalupe, literalmente, lo salvó de la muerte.
«Habíamos batallado siete horas para tomar la posesión de este lugar, un cerro muy alto», recuerda.
Al tomar la cima tocó hacer la trinchera para guarecerse.
«Yo estaba tan cansado que hice el intento de cavarla pero no pude y el cansancio me ganó y me quedé dormido. Y de repente me despierta un tronido espantoso y sentí que la cabeza se me había reventado. Era muy temprano en la madrugada, aún no había luz y nos estaban bombardeando con morteros», prosigue.
El proyectil estalló cerca de él y la metralla lo hirió en la cabeza tras atravesar el acero y el revestimiento de plástico de su casco M-1, al que llevaba adherido una estampa de la patrona nacional, dos cartas de su madre y una muda de ropa interior.
«Creo que en gran parte con ayuda de la virgencita no penetró más el fragmento», explica Fernández Almada, que acabó siendo evacuado en helicóptero con el rostro completamente ensangrentado.
Sus vivencias y las de sus compañeros logran ahora la atención que merecen en esta exposición, un proyecto gracias al cual, tal y como subrayó un representante de la cancillería surcoreana durante la inauguración, los visitantes podrán saber que «muchos de los caídos no eran John o Joe; eran Juan y José». EFE
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