Laura López y Lluís Lozano
Madrid, 7 mar (EFE).- Las bombas que explosionaron el 11 de marzo de 2004 acabaron con la vida de 193 personas e hirieron a más de 2.000, trastocaron la rutina de cientos de testigos y marcaron la memoria de un país entero. Sus esquirlas han quedado incrustadas hasta hoy en los escenarios del atentado y en quienes los habitan o los transitan.
Salvo pequeños detalles y los monumentos levantados en memoria de las víctimas, el paisaje urbano poco ha cambiado, mientras que la forma de transitar estos lugares no ha vuelto a ser la misma: imágenes grabadas en la retina, olores que vuelven al echar la vista atrás, escalofríos al recorrer ciertas calles.
Veinte años después, EFE ha recorrido cinco escenarios que conforman la historia del peor atentado de la historia de nuestro país y conversado con algunos de los testigos del paso del tiempo.
Atocha y un monumento pendiente
A las 7:37 horas, tres bombas acabaron con la vida de 34 pasajeros de un tren en la estación de Atocha, rompiendo el silencio de un Madrid que se despertaba para ir a trabajar.
El flujo de personas caminando en todas direcciones no ha cesado desde entonces en la emblemática estación madrileña, pero los pasajeros han cambiado la música de sus 'discman' por la pantalla de sus móviles.
En medio de esa marea es difícil encontrar a alguien que estuviera entonces en la estación y casi nadie se acuerda de la masacre al pasar por allí.
Pero si oyen mencionarlo, la memoria aflora. «Lo recuerdo como si fuese ayer, veo las imágenes en mi cabeza», confiesa Carmen. «Al principio tenía una sensación de vulnerabilidad incluso en el metro. Te subías a un tren y había un silencio sepulcral. Es una cosa para no olvidar nunca».
Los que sí se acuerdan con frecuencia de aquella mañana son los trabajadores de la estación, cuando unas dos veces por mes algún viajero deja una maleta olvidada.
La mayor huella de los atentados en la estación de Atocha es la base donde durante años se irguió el memorial a las víctimas, donde, después de su retirada en 2023 solo quedan grúas, vallas y maquinaria pesada, que trabajan en la ampliación de la línea 11 de metro.
«Si olvidamos lo que ha pasado podemos caer de nuevo en ello. No podemos estar sufriendo eternamente, pero es bueno que sepamos que puede haber terrorismo», opina Celia a los pies de la vía 2, donde espera a su tren.
El próximo 10 de marzo, la Comunidad de Madrid inaugurará un nuevo espacio de homenaje a las víctimas justo debajo del anterior monumento.
La estación El Pozo, cada vez con menos velas
Aquel 11 de marzo, Elías llegó a Atocha conduciendo su autobús y recuerda cómo la gente salía despavorida, sin poder intuir aún lo que estaba pasando.
Su línea conectaba con la estación de El Pozo y, de regreso, se cruzó con un compañero, al que advirtió del caos: «¿En Atocha también? En El Pozo hay un tren de dos pisos reventado», le contestó este.
En este otro enclave del distrito de Puente de Vallecas habían explotado otras dos bombas un minuto después de las primeras en Atocha. Dejaron 65 muertos.
Poco ha cambiado el barrio desde entonces: los bloques de viviendas de ladrillo visto, entonces recién construidos, siguen siendo el telón de fondo de la estación y otros jóvenes acuden al mismo colegio e instituto donde las explosiones sobresaltaron en su día a los alumnos.
Incluso los vecinos que vivían a varias manzanas de la estación se asustaron con las bombas. Ángel vestía a sus nietas para llevarlas a la guardería y vio por la ventana cómo llegaban las ambulancias; a Juan le despertó el estruendo y enseguida pensó que era un atentado; Antonio, desayunando, creyó que era el ruido de un camión pasando por un resalto en la calzada.
Un monumento de granito de 40 metros de largo recibe a los pasajeros en su llegada a la estación, un símbolo importante para vecinos como Antonio. «Si no, la memoria se diluye», considera.
Efectivamente, dos décadas después, el paso del tiempo se acaba imponiendo. «Antes ponían velas y fotografías, pero cada vez han ido poniendo menos y ya no sé si este año han puesto alguna», comenta Carmen, trabajadora del instituto y vecina del barrio.
Calle Téllez: un antes y un después en el barrio
A 500 metros de la estación de Atocha, cuatro detonaciones reventaron un tren a la altura de la calle Téllez y la muerte de 63 personas marcó «un antes y un después» en el barrio.
Así lo rememora Rosa, de 67 años, quien no se puede quitar de la cabeza la imagen de los heridos ensangrentados deambulando por las calles minutos después de la explosión, o Maribel, de 83, quien todavía cree sentir el característico olor que flotaba en el ambiente cuando pasa por esa calle.
La anciana pasea agarrada del brazo de su nieto Ignacio, quien entonces tenía cuatro años pero conoce los detalles de lo sucedido gracias a personas como ella: la lluvia de mantas desde los balcones, las ventanas que siguen desencajadas por la detonación…
Donde entonces había una fina malla de alambre, hay una gran pared metálica verde que separa la zona residencial de las vías, lo que hoy impediría que los vecinos llegasen rápidamente a auxiliar a las víctimas, como ocurrió entonces.
Una de las que acudió fue Mercedes, vecina del barrio y técnica de laboratorio de un centro médico situado frente a las vías, quien aún revive la «rabia y desesperación» por el tiempo esperando la llegada de los servicios de emergencias, que se le hizo interminable.
Mientras, ella y sus compañeros se afanaban en hacer torniquetes, pedir a los vecinos que sujetasen el suero a los pacientes y evacuar a los heridos en las placas desprendidas del tren, a modo de camilla, hasta el polideportivo Daoiz y Velarde, donde hoy una placa recuerda el día que sirvió como hospital de campaña.
El locutorio de Lavapiés: mala fama o mala suerte
Dos días después de la masacre, la Policía acudió al locutorio Nuevo Siglo, en el número 17 de la calle Tribulete del céntrico barrio de Lavapiés, para detener a uno de los primeros sospechosos: Jamal Zougam, regente del establecimiento y a quien se relacionó con la tarjeta de uno de los móviles conectados a las bombas.
De aquel local solo queda un verja pintarrajeada y un interior abandonado, pues lleva ocho años vacío. Tiempo después del arresto de Zougam fue ocupado por una tienda de alimentación, pero apenas duró dos años abierta.
«Desde entonces está cerrado, no sé si tiene mala fama o mala suerte», ironiza Moussa desde su carnicería halal unos números más abajo de la misma calle.
Este vecino de origen marroquí, que lleva trabajando en Lavapiés 21 años, asegura que el barrio apenas ha cambiado. «Tiene mala fama por los chicos jóvenes y la droga, pero por ese caso (el de Zougam) nunca ha habido ningún problema, ni de racismo ni nada», asevera.
En un paseo por la gentrificada calle Tribulete se pueden observar varios establecimientos árabes y parte de su nutrida comunidad que convive en el barrio. Preguntados por sus recuerdos acerca del locutorio, algunos responden con evasivas alegando que tienen miedo de hablar del tema, pues aseguran que a Zougam «se lo llevaron por la cara».
La intervención policial no dejó una huella muy profunda en el vecindario. Apenas unos pocos, como Rafael, se acuerdan de que un 13 de marzo de 2004 todos los ojos del país miraban al locutorio. «Cada vez que paso por ahí me estremezco un poco», admite.
El piso de Leganés: «¿Dónde vives? Al lado de…»
Tuvieron que pasar tres semanas de los atentados para que la historia del 11M llegase a Leganés Norte, un tranquilo barrio residencial en el que el paso del tiempo prácticamente no ha dejado impronta. Solo los más observadores repararán en cinco árboles de una estatura menor a la del resto en la calle Carmen Martín Gaite.
Son más pequeños porque están frente al edificio número 40, donde cuatro de los terroristas que se escondían en uno de los pisos se inmolaron al verse acorralados por la Policía. El edificio fue derruido y levantado en apenas un año tal y como estaba antes de la explosión, pero tuvieron que plantar nuevos árboles.
El que se convirtió en el último coletazo de los terroristas sí pervive en la memoria de vecinos como Ángel, de 60 años y residente de la misma urbanización en la que se produjo la explosión. Entre ellos usan el suceso como referencia geográfica: «¿Dónde vives? Al lado de…», recrea.
De ese 3 de abril recuerda el desalojo del vecindario, la incertidumbre colectiva, los cánticos en árabe, el tiroteo entre policías y terroristas y la explosión final. «Pensábamos que nos quedábamos sin vivienda porque se rumoreaba que habían puesto más explosivos», relata.
Los actuales propietarios del piso donde se inmolaron los suicidas han declinado participar en este reportaje, como aseguran que han hecho ante las solicitudes de periodistas, autoridades y asociaciones de víctimas desde que adquirieron la vivienda en 2007. Para ellos, reiteran, se trata «un piso normal».
En la entrada al barrio se levanta un memorial en homenaje a cinco vecinos de Leganés que fallecieron en los atentados y al policía del GEO Francisco Javier Torronteras, que murió cuando se inmolaron los terroristas.
Un ramo de rosas yace hoy a los pies de este monumento, unas flores anónimas y ya marchitas que demuestran que hay quienes se acuerdan de las víctimas más allá de los aniversarios.